La nueva crisis surgida recientemente en el Perú nos obliga a hacer un análisis de la efectivdad de la democracia y de la debilidad de ésta de permitir la llegada al poder de cualquier político no apto para dirigir los destinos de un país. Desde que Pedro Castillo llegó al poder hace poco más de un año, le fue imposible engranar siquiera una política pública coherente, mientras que su manifiesta incapacidad de liderazgo para aglutinar adherencias políticas, lo llevó a la vacancia y al ostracismo.
La gota que colmó el vaso fue su decisión de cerrar el Congreso y llamar a una Constituyente, en un acto desesperado por deslastrarse de los miles de adversarios que tenía acumulados, incluyendo los de su propio partido Perú Libre.
Lo cierto de todo esto es que el Perú no termina aun de resolver su crisis institucional. Ya van contabilizados seis persidentes en cuatro años, un escenario nada ideal si el objetivo es conseguir la estabilidad y la continuidad política con líderes capaces. Desde el recordado PPK, el Perú se ha vuelto un hervidero de intrigas políticas que en nada ayudan a la imagen de ese país en el exterior.
La otra visión, dirán algunos, es que es precisamente la democracia la que debe otorgar válvulas de escape como la que ocurren justo en el Perú, pero el problema es la recurrencia con la sucede en este país. Si al menos se hubiese visto un avance de estabilidad en las primeras vacancias, esto sería otro cuento, pero la defenestración de presidentes se ha convertido en el postre ideal del Congreso cuando éste decide monolíticamente salir del mandatario o cuando les tocan algunos intereses.
Sea cierto o no que el Congreso está movido por intereses, no lo es menos la incapacidad manifiesta de un presidente vacado, quien jamás mostró un ápice de coherencia desde que llegó al poder luciendo su sombrero campesino. En la calle no le respaldaban ni los militares, ni los empresarios, ni los medios de comunicación en su intento por clausurar el poder legislativo, una de las intentonas más torpes que haya ejecutado nunca antes un aspirante a autócrata.
Querer emular a Alberto Fujimori le resultó caro. Fujimori clausuró el Congreso en 1992, aprovechando la gran crisis de popularidad que atravesaba tanto el Congreso, como la política tradicional en general. Fue reelecto dos veces más. En aquel momento gozaba de altísima popularidad, sobre todo luego de que el 12 de septiembre, le asestó el golpe decisivo al terrorismo. con la captura pacífica de Abimael Guzmán, líder del grupo terrorista Sendero Luminoso, quien pretendía establecer un régimen maoísta en Perú, junto con varios miembros del Comité Central de la organización.
A grandes rasgos, estas son las grandes diferencias entre Fujimori y Pedro Castillo, un pichón de autócrata que se quedó corto en su intento de trascender con una cuestionada decisión y sin gozar del afecto de varios sectores de la sociedad. Hoy, Castillo, está convencido de que es un preso político perseguido por los poderes fácticos que le han impedido gobernar desde que hace 18 meses se enfundara la banda presidencial.