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Un raro y peligroso continente rojo

Un raro y peligroso continente rojo
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El lento y progresivo avance de la izquierda en América Latina nos debe poner a reflexionar. Poco a poco el continente se ha venido tiñendo de rojo, lo cual podría convertir a la región en un polo ideológico monolítico de consecuencias incalculables. Muchos atribuyen esta ola roja a la ineficiencia de los gobiernos de derecha para atender el llamado social de los pueblos. No obstante, la otra razón fundamental es la debilidad de la democracia para contener la participación de movimientos que luego atentan contra ella.

La lenta conversión del continente tiene su origen, no en la Cuba castrista, sino en el Socialismo del Siglo XXI, esa especie de franquicia creada por el extinto Hugo Chávez que se inventó aquello de participar en los procesos electorales y usar la democracia para llegar al poder, y luego, instalados, proceder a cambiar las reglas de juego, empezando por la Constitución, estableciendo la reelección indefinida y modificando las estructura de todos los órganos del Estado para colocarlos a su disposición.

De la Cuba castrista solo ha quedado la reminiscencia romántica de aquellos luchadores demócratas que quedaron varados en el camino viendo cómo sus esfuerzos se diluían ante en férreo aparato político construido por Fidel y sus adláteres.

El mayor problema para el dictador cubano fue cuando se diluyó la antigua Unión Soviética y la isla quedó a la deriva, sin el sostén económico que había construido con sus camaradas del Kremlin. Entonces la salvación fue reclutar a un teniente díscolo, nervioso y populista como Hugo Chávez para construir una nueva relación económica apoyada en el petróleo venezolano y en la invasión progresiva a las instituciones venezolanas.

Chávez, un hombre necesitado de afecto y de seguidores, encontró en Fidel a su mentor ideal. La creación del Socialismo del Siglo XXI no es otra cosa que el mismo Castrochavismo en modo reloaded, una especie de ideología recargada que cogió impulso con la llegada de Lula en el Brasil y la creación del Foro de Sao Paulo.

Ese mismo Socialismo del Siglo XXI tiene sus diferencias con el comunismo castrista, pero los une el afán populista y antiimperialista de querer estructurar una especie de patria de izquierda, con banderas de reivindicaciones sociales, discurso de confrontación y con una estructura que difiere notablemente de la que se conoce en el mundo libre occidental, donde el respeto a los Derechos Humanos y la libre iniciativa son fundamentales. Y esto es precisamente a lo que se opone, con sus matices, la nueva ola socialista que invade el continente.

Si le preguntábamos a Chávez si era comunista, él lo negaba categóricamente. Igual si le preguntamos a Ortega en Nicaragua. Ellos dirán que están con el pueblo y con la “verdadera” democracia, entendida ésta por ellos como un sistema para preservar el poder, con control de los partidos opositores y encarcelamiento o inhabilitación de aquellos dirigentes que pueden representar un peligro para sus planes de perpetuidad.

En Chile, Gabriel Boric falló en su primer intento de cambiar la Constitución, el primer paso en el libreto Castrochavista, sin embargo, manifestó que seguiría intentándolo. El pueblo chileno debió haber visto con horror un cambio en la estructura del Estado, viéndose en el espejo de Venezuela y Nicaragua.

De Colombia apenas comienza la historia. Gustavo Petro, electo recientemente como presidente, es una incógnita porque a pesar de ser un admirador de Hugo Chávez, conoce muy bien el desastre en el que éste sumió a Venezuela y ha vivido la cercanía del drama de los más de un millón de venezolanos emigrados hacia su país huyendo de la pesadilla social, económica y política instaurada del otro lado de su frontera.

El Socialismo del Siglo XXI seguirá haciendo de las suyas, con diferentes matices. En la Argentina, permeó con éxito de la mano de Néstor y Cristina Kirchner, con quienes creó un hilo de corrupción de proporciones épicas, pero sin llegar a tocar afortunadamente las instituciones argentinas ni hacer peligrar la estructura del Estado.

De Lula, en Brasil, no se podría decir jamás que es un dictador. El dirigente obrero recientemente electo presidente, es básicamente un ambiguo socialdemócrata a quien se le achacan malas amistades, pero también es conocido como el “mercader” de la política, porque en su primer mandato se relacionó con líderes de cualquier tendencia política, de allí que fuese considerado en su momento “el mejor político del mundo”. Lo que podría preocupar de Lula son dos aspectos: el manejo de la economía en materia de impuestos y la corrupción, un punto álgido en su primera administración.

De momento, la mancha roja ha cubierto casi la totalidad del continente, con dos lunares más en Honduras y México. Habrá que esperar el desempeño de estos gobiernos y que el ciclo de desengaño vuelva a hacerse efectivo para tener la esperanza de nuevos cambios.

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