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Desigualdad y populismo

Si hay un elemento preocupante en América Latina es, sin lugar a dudas, la desigualdad, una condición regional que tiene sus largas y profundas raíces provenientes de tiempos inmemorables y que pareciera ser parte del ADN de nuestros pueblos. La desigualdad es un factor que ha crecido preocupantemente a lo largo del tiempo y hoy muestra sus fauces como consecuencia de la inacción de gobiernos que jamás se preocuparon en sacar a la población de su situación de vulnerabilidad y que hoy representa un peso enorme para esos mismos gobiernos.

La movilidad social ascendente que existía en los años 1940 ha disminuido en la actualidad, lo que significa que tanto el privilegio como la pobreza tienen más probabilidades de persistir a lo largo de las generaciones, coinciden los expertos en derechos humanos, que señalan que la pobreza se convierte así en una trampa.

La desigualdad se manifiesta no sólo en la enorme diversidad laboral y de ingresos de las personas, sino que también se deriva de la discriminación por motivos de clase, raza, género, origen geográfico, diferencias de capacidad física, etc. fenómeno, es incompatible con nuestros ideales democráticos. En resumen, además de la vulnerabilidad económica resultante de niveles de ingresos inadecuados e inestables, segregando diferentes categorías de individuos en la sociedad y no siempre vinculados a problemas económicos, al menos inicialmente, existen otras desigualdades persistentes.

El fenómeno de la desigualdad es obcecadamente elevado en toda América Latina, sin excepción. Aparece en muchos aspectos de la vida de las personas. Desde la desigualdad de oportunidades, la desigualdad en el acceso a la justicia, los servicios de salud y la educación de calidad, hasta las amplias disparidades en la capacidad de las familias para hacer frente a los desastres, llamémosles pandemias o cambio climático.

En América Latina se trata de un factor íntimamente ligado a la política, donde las crisis se superponen y yuxtaponen. La crisis sanitaria, la crisis económica, la crisis social, e incluso la crisis educativa, se interrelacionan y potencian. Y lo peor es que, por ahora, no hay señales que apunten a una reactivación, sobre todo, tras el arribo al poder de gobiernos populista de izquierda o de conservadores divorciados totalmente de lo social, que no terminan de entender que la clave está en la inversión en el terreno social y el desarrollo de planes de empleo, no en el intervencionismo ni en la ideología ni en la represión ni tampoco, en dejar que el mercado lo resuelva todo.

En la medida en que los pueblos pierden libertades por gobiernos represivos o son olvidados en aras de un reduccionismo meramente empresarial, surge la alienación y, con ella, el recrudecimiento de la pobreza, determinada principalmente por la falta de incentivos para la creatividad personal y el desarrollo humano.

Pero, sin lugar a dudas, uno de los grandes aliados de la desigualdad en América Latina ha sido el populismo, que ha sido el sello de identidad de nuestros países desde hace muchos años. Ahora, si el populismo es parte del código genético de América Latina, es comprensible ser insensible a la tragedia de Venezuela, la decadencia de Argentina, el totalitarismo de Cuba y el tribalismo de Nicaragua. Es arriesgado asegurar que los nuevos líderes populistas sigan los pasos de sus predecesores, ya que el peruano Pedro Castillo, el colombiano Petro y chileno Boric han tomado distancia de los regímenes de Maduro y Ortega. La nueva realidad producida por la pandemia y los nuevos retos que ésta ha impuesto en lo social y en lo económico podrían ser el acicate para que no repitan el mismo modelo social y político de aquéllos.

Finalmente, la desigualdad es un fenómeno estructural, que solo se solucionará con madurez política y planes de largo aliento que permitan sacar a los pueblos de la inopia en la que se encuentran. Hay mucho camino por recorrer en este sentido, un camino repleto muchas de trampas y obstáculos por vencer.

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