Pareciera que el régimen venezolano, se ha trazado como tarea casi única hacer que las realidades se contravengan. Es decir, se comporten sujetas a lo que señala la Ley de Finagle sobre la “Negatividad dinámica”. O sea, lograr que “algo que pueda ir mal, vaya mal en el peor momento posible”.
Para comprender tan cruda afirmación, vale un ejercicio de sencillo análisis histórico. Así resultaría fácil deducir la razón que pudiera explicar la velocidad que alcanzó la crisis social, política y económica que minó a Venezuela en un breve período. Ocho años bastaron para voltear el país. Ponerlo “patas arriba”. Aunque la crisis venía incubándose desde el mismo momento en que el militarismo penetró. Profanó la estructura civilista propugnada por la Constitución de 1999. Lo mismo había sucedido a decir de la precedente Carta Magna de 1961. Incluso, el siglo XX venezolano fue escenario de crueles autoritarismos.
Y es que resulta paradójico advertir una de las más recientes decisiones del régimen. A través del Ministerio del “Poder Popular para la Educación”, justificándose en el contexto de la pandemia, ordena el cierre de las escuelas a cambio de hacer posible un principio de dudosa cabida y fructífera aplicación. En consecuencia, decide que sea “una familia, una escuela”. Como si así de fácil e inmediato fuese crear transmitir, y reproducir conocimientos capaces de incidir en la transformación de las realidades. Sobre todo, desdeñando todo lo que puede enseñarse desde las ciencias, las tecnologías, las humanidades y las artes impartidas en la escuela.
Ahora bien, iniciar un año escolar, 2022-2023, signado por las precariedades provocadas por la crisis económica y social inducida por la pésima gestión de un régimen bastante cuestionado por ignominioso y arruinado, representa una abierta afrenta. Asimismo, constituye una procacidad a lo que la propia narrativa expuesta por el manido “Plan de la Patria”, expone a través de objetivos presuntamente “revolucionarios”.
Toda esta maraña, exhibe un paralelismo con la Segunda Ley de la Termodinámica, conocida como “entropía”, cuando refiere que “la perversidad del Universo tiende hacia lo máximo”. Aunque en medio de esto, cabe el conocido Principio de Hanlon o “Navaja de Hanlon” para explicar lo que el régimen político pretende cada vez que elabora una decisión sin más medida que las incitadas desde las oscuras tramoyas. Y que por efecto de la violencia y ocultándose en argucias jurídicas, revelan el grado de usurpación del cual se ha aprovechado para enquistarse en el poder.
Tan desastrosos hechos pudieran razonarse desde el adagio que Hanlon expone cuando dice que “nunca atribuyas a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez”. Por eso razones de esta índole, permitieron a estos gobernantes de marras ordenar el exabrupto de desnaturalizar la función de la escuela. Más, cuando pretende oponerse a considerar el derecho constitucional de valorar el trabajo según las responsabilidades asumidas por el trabajador. ¿Y qué responsabilidades pueden ser más importantes que las educacionales?
No han tenido claro que la “escuela es aquella institución que se dedica al proceso de enseñanza aprendizaje entre alumnos y docentes” (Definición del DRAE). Tampoco, que la especificidad de la escuela reside en que la persona recibe una instrucción elemental y básica que servirá de sustento y palanca a lo que luego la vida exija de ella. O porque continúe su formación en los niveles inmediatos. O porque el conocimiento adquirido en la escuela, pueda considerarlo suficiente para integrarse a la vida económica en virtud de las necesidades que se le plantean.
El que la educación, según la Ley Orgánica de Educación, sancionada en agosto 2009, sea reconocida como “un derecho humano y deber social fundamental orientada al desarrollo del potencial creativo de cada ser humano (…)” (Del artículo 4), no significa que deba atentarse en contra de los principios que destacan su importancia. Menos aún, dejando de reconocer la importancia de la labor docente al forzar al maestro venezolano a vivir de limosnas, dado la miseria con la cual el régimen insiste en compensar el esfuerzo del magisterio. Así, se hace de oídos sordos para continuar ofreciendo y justificando absurdamente sueldos tóxicos al magisterio venezolano.