Miguel Galindo
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No somos madres y padres eternamente. Eso no es cierto por mucho que nos empeñemos en argumentar lo contrario, porque preferimos atarnos al sentimiento más que al razonamiento… Fuimos padres de nuestros hijos mientras los cargábamos, alimentábamos, vestíamos, protegíamos y cuidábamos, mientras los llevábamos de la mano, les buscábamos un lugar en el futuro, cumplíamos con la responsabilidad y la experiencia de ser padres en un ciclo de nuestras vidas.
Pero esos hijos dejaron de ser nuestros para ser ellos mismos, para ser autores y responsables de sus propios actos, para elegir sus propias vidas y sus propias experiencias de vida, pero no ya las nuestras, que cumplieron su ciclo con respecto a ellos.
Somos padres e hijos en el recuerdo, en la familiaridad si quieren, pero no en la realidad.
Los animales lo sienten de forma natural y cumplen con esa misma naturaleza de manera calculada en su perfección… Ellos matan y mueren por sus crías hasta que dejan de ser suyas y comienzan a ser autónomos de su misma especie. Sé bien que se me objetará que nosotros somos humanos. Ya, ¿y acaso no somos animales ilustrados?
Nuestro concepto de familia no deja de ser más que el concepto intelectualizado del nido, o de la camada. La diferencia es que ellos lo procesan por natura, y nosotros contra natura. Nosotros llevamos nuestra idea del nido hasta el constructo mental de querer inmiscuirnos en sus vidas de adultos bajo el pretexto de que nos deben algo, cuando en realidad no nos deben nada. Cada cual, llegado su momento, ha de vivir su propia vida, y tan solo coincidimos en el espacio y en el tiempo, o si acaso, en el ciclo superior de la existencia, que no es lo mismo.
La única realidad real es que somos padres e hijos tan solo que en la genética, en la carne y en la sangre, esto es: en la materia. Nos limitamos a dotarles, cuidarles y prepararles un cuerpo y su entorno para que desarrollen un espíritu que les es independiente, en modo alguno dependiente de nada ni de nadie… Nos decimos a nosotros mismos que somos creyentes. ¿Creyentes en qué?.. Hacemos profesión de la fe en que somos almas espirituales que habitamos cuerpos materiales, por un lado; y por otro desarrollamos un extraño y ajeno privilegio de dependencia de esas almas hacia nosotros por el mero hecho de haber sido su base, su punto de partida hacia su propia libertad como seres humanos. Y si no cumplen nuestras dudosas expectativas, nos quejamos y les echamos en cara un débito que en la economía universal no existe. La verdad es que con ello ocultamos nuestra propia dependencia de los mismos.
Gilbrahl Khalil expresa en uno de sus preclaros poemas que “los hijos no son más que flechas en nuestros arcos que, cuando les soltamos, dejan de ser nuestros hijos para buscar su propio destino”… La metáfora da por sobrentendido que son saetas humanas, y como tales, tienen la libertad, y la obligación, de elegir sus propias dianas, no necesariamente las que nosotros les marcamos mientras los sujetamos entre nuestros dedos. Las expectativas de las flechas no están obligadas a coincidir con las del tirador. No en este caso. Ni mucho menos.
Todo esto que hasta aquí he escrito pueden parecer tesis muy duras, palabras que hacen daño, hasta habrá quien piense que atenta contra el orden natural de las cosas… Si así fuera, pido perdón a los que así piensen, pues mi voluntad no es la de escandalizar, mucho menos la de ofender, sino aclarar esas mismas cosas, porque, ¿qué orden natural es un orden que hemos puesto e impuesto nosotros a través de nuestros sentimientos? pues no es ese el orden natural de la naturaleza (valga la redundancia). Tan solo me propongo con éste de hoy abrir una vía de análisis y de reflexión al respecto.
Y lo hago porque veo a demasiadas personas que son desgraciadas por atarse a un pasado (en forma de hijos o de padres) que andan caminos distintos y distantes de su presente, incluso puede que también de su futuro… Porque no entienden – quizá no quieren entender – que no existen débitos ni deudas ajenas hacia nadie una vez cumplidos los plazos que ha dispuesto esa misma naturaleza en que hemos sido puestos; y que nada se amortiza eternamente en la creación; y que Dios no impone intereses, nosotros sí… Y que los padres no tienen por qué pagar los pecados de los hijos, ni los hijos cargar con los de los padres. Que ese es un concepto existencial errado y cerrado que conlleva demasiadas tristezas, malos sentimientos, y amarguras inútiles.
Casos existen de madres (o padres) que no saben dejar de serlo a su tiempo, a los que el destino, el karma, la providencia, o lo que cada cual quiera creer, le ponen en el camino la oportunidad de realizarse como persona, y se la escupen a la cara de la tal providencia, o contingencia, cometiendo un acto contra sí mismo, y renunciando al futuro que le corresponde… Al fin y al cabo, el cometer un error no deja de ser un acto voluntario, volitivo, de libre albedrío, y las consecuencias se sufren personalmente como lecciones a aprender. Mientras, obcecadamente, creemos que tales “castigos” son por culpa de nuestros hijos (ellos personalmente ya correrán con los suyos propios) nosotros cargamos con los de no saber gestionar unas decisiones no pendientes, sino dependientes.
Eso que se dice y se conoce por “síndrome del nido vacío” puede llegar a durar el resto de la vida de las personas que lo padecen, y lastrar las nuestras y las de nuestros hijos muy negativamente. Ellos tienen el deber y el derecho de ser ellos mismos por ellos mismos y para sí mismos, haciéndolo mejor o peor, no nos importa y nosotros tuvimos el privilegio de ser para ellos unos padres que ya hemos dejado de ser.
Dejamos de serlo cuando ellos dejaron de ser nuestros hijos para ser ellos mismos y decidir lo que quieren ser y cómo quieren serlo… Lo demás son buenos, o malos, recuerdos, pero los recuerdos no deben condicionar ningún futuro de nadie.
“Esa no es mi madre, ni esos son mis hermanos. Mi madre y mis hermanos sois los que hoy compartís este presente conmigo”. Así vino a decir de quién menos se pudiera esperar que lo dijese. Por supuesto, hubo escándalo por sus palabras, faltaría más… como hubo quiénes las malinterpretaron y quiénes la usaron para llevar el agua a su molino. Pero Cristo estaba diciendo una verdad universal, cósmica, que aún dos mil años después, todavía no hemos entendido.