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La humillación en la política

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Mucho se ha dicho y escrito sobre lo que implica sentirse humillado o significa ser humillado. Pero tanto o más aún que como la literatura lo ha referido, la humillación es parte propia de la vida del hombre. Vive tan a menudo tan delicada situación que muchas veces no sólo sacude la conciencia.

También, afecta valores morales que comprometen su vida. Y como el hombre, así demostrado desde la época de los griegos clásicos, varios siglos antes de Cristo, es un “animal político”, entonces todo lo que lo conmueve y trasciende en él, es consecuencia de su condición “política”. Por consiguiente, todo en la vida es política por cuanto nada escapa de sus implicaciones y razones.

De manera que, si esto es así, pues queda por reconocer que los sentimientos son valores políticos que activan en el “hombre político” respuestas o actitudes del mismo tenor. O sea, de igual o equivalente esencia política.

Por consiguiente, habrá que aceptar que la humillación es un valor político que, en tanto pueda estremecer dada su fuerza para herir o rasgar susceptibilidades o asentir amenazas, igualmente la tiene para infundir la fuerza necesaria para evitar que tan intensas circunstancias dobleguen la dignidad como expresión espiritual y “razón política”. Sobre todo, cuando la humillación agravia el honor personal.

¿Hacia dónde lleva su praxis?

El poder de la humillación, es muchas veces más cruel que cualquier acción dirigida a desestabilizar emociones o agudizar suspicacias. Por eso, el hombre humillado puede asumir una actitud cuyo valor político puede arrastrarlo a hechos inverosímiles.  He ahí, el efecto político que induce la humillación.

Es por eso que la perversión que desde la política se ejerce como mecanismo de sumisión, para doblegar al otro a acatar la imposición decidida o a someterlo aprovechándose del grado de abatimiento en el que se sitúe o caiga, se convierte en elemento de provocación para causar heridas tan profundas que no siempre sanan. Y cuando sanan, quedan guardadas como experiencias aleccionadoras no sólo para construir. También, para destruir. Por eso, no hay otra verdad que la de aceptar la peligrosidad de la humillación como brazo “pacífico, pero armado” de la política. Cabe entonces, paradójicamente, saber cómo es manejada la humillación en la política.

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