Miguel Galindo
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Me he estado esforzando en volver a leer “El Retorno de los Brujos”, de Pawels y Bergier. Y digo esforzarme porque lo conservo en edición de letra tan pequeña y apretada, y ya en hojas cuyo papel se ha vuelto amarillo, que mis ojos se cansan y protestan con ese dolor característico… Pero me apetecía mucho releerlo, y sé que, cuanto más tiempo pase, más difícil me será hacerlo. He intentado adquirirlo hoy, pero, ya saben, está “descatalogado”, o neocensurado, que se ajusta más a la verdad. La edición que tengo es de la colección Lauro, de Plaza & Janés, y data de 1.966, de aquellos preciosos y prodigiosos años sesenta.
Cuando me dicen que se haya descatalogado por falta de demanda sonrío sardónicamente bajo mi bigote… ¿se descataloga por falta de demanda, o se logra lo segundo aplicando lo primero?.. Luego, existe una acepción que suele escapársenos: si hace sesenta años había más demanda de estos libros, quiere decir que el nivel cultural de entonces era mucho mayor que el de ahora. Añadan a eso la diferencia entre una época de escasez, de falta de libertad y medios limitados, y la actual con todo lo contrario a su favor… Aquellos libros, en comparación, eran bastante más onerosos que los de hoy, y requerían un mayor esfuerzo de nuestras cortas y escasas economías. ¿Entonces..?
Este libro en cuestión, lo desmenuzamos entre mi primo Máximo y yo, en laboriosas sobremesas de rinconera de librería, antes de marchar al trabajo, y luego, posteriormente, compartiéndolo y divulgándolo entre unos pocos escuchantes que se nos arrimaban en improvisadas tertulias de aquél arriesgado Club Fénix, o incluso en algún velador del Bar Tapa, durante noches robadas al día… Así funcionaban las cosas entonces, y funcionaban bien. Hablo de hace más de medio siglo en un país aún bajo dictadura franquista, cuando el concepto de cultura era el de Cultura, no en el del TODOVALE, que lo desculturaliza hoy, y no quiero con esta opinión personal que nadie pueda sentirse ofendido.
En ese libro, precisamente, fue donde leí por primera vez (y única) el ejemplo de “La Trampa del Mono”… Los indígenas de ciertas zonas de Papúa, vaciaban enormes calabazas – siempre las más grandes y pesadas – a través de una pequeña abertura practicada en su base, llenándolas de cacahuetes y colgándolas de las partes más accesibles de los árboles. Los monos meten su mano y cogen un puñado de ese fruto al que son tan aficionados… pero ya no pueden sacar el puño y quedan atrapados de esas enormes calabazas que, hasta que dan en romperlas golpeándolas en el suelo, les impiden maniobrar y huir de los aborígenes que los cazaban para venderlos, o incluso para formar parte de su propia dieta. Solo hay una posibilidad de que puedan escapar: soltando lo agarrado y sacando la mano por donde la habían introducido.
A poco que recapaciten, verán en ello una sutil metáfora aplicable a las propias personas. Si entonces, hace 60 años, ocurría, en la sociedad actual sucede mucho más… Conforme el ser humano hemos ido adquiriendo capacidad económica y posibilidades, nos hemos lanzado a un consumismo irrefrenable al que somos incapaces de renunciar para salvarnos. A cultivar lo externo, lo superfluo, lo hedonista de la vida, el narcisismo, pero no a cultivarnos a nosotros mismos. Queremos agarrar tantos cacahuetes en nuestras manos que nos hacemos prisioneros de la calabaza. Es nuestra propia Trampa del Mono.
La fiesta continua; las continuas escapadas a un turismo depredador (que no son otra cosa que huidas de nosotros mismos); los entretenimientos de masas a los que nos hemos atado, nos han superficializado tanto y de tal manera que ya no sabemos (tampoco queremos) escapar de la trampa de la calabaza; y preferimos que nos encadenen y que nos metan en la jaula del placer consumista, de forma y manera suicida y estúpida. Y que se nos haga pasto fácil de los depredadores que se aprovechan de nosotros (políticos, religiones, oligarquías financieras…)
Sin embargo, nuestra libertad sería tan fácil recuperarla que no nos lo creemos: abrir la mano y empezar a soltar los cacahuetes a los que nos aferramos tan cretinamente. Si fuéramos medianamente inteligentes, los consumiríamos de uno en uno para no quedar atrapados… Pero nos hemos externalizado tanto que hemos renunciado a nuestra riqueza interior; hemos usado el regalo del libre albedrío para sacrificarlo en el altar del idiotismo gregario y renunciar al librepensamiento. Hoy ya nadie sabe pensar por sí mismo; tan solo le hacen creer que piensa, pero son pensamientos precocinados y preparados para su consumo… En realidad somos pensados, en beneficio de interese espurios. Todo se reduce a ganado y ganaderos… que son los ganadores.
He aquí porqué, en aquella época que no se podía, leíamos libros que, hoy que se puede, están secuestrados por no demandados… He aquí el porqué de que lo estén: para que no veamos las calabazas-trampa que nos tienen cogidos; para que ya no reconozcamos que todo efecto es hijo de una causa; para que no veamos que lo que nos venden como evolución material es en realidad pura involución moral… Naturalmente, ustedes pueden creerlo, o no creerlo, o reírse a mandíbula batiente de los que escribimos esto. Esa es su prerrogativa. Pero también es la causa de un efecto mayor y peor del que nos debatimos actualmente.
Mi primo y yo lo hablábamos en las pocas y últimas ocasiones en que nos vimos, antes de que nos abandonara. La añoranza de aquel tiempo pasado era porque, de verdad, fue mejor en muchas cosas… Al menos más genuíno, más verdadero, más auténtico. Tiempos de buscadores, no de medradores; en que el conocimiento aún no se había convertido en recocimiento. La Trampa del Mono es hoy más realidad que nunca. Y está servida a nuestra mesa.