Dice el dicho:” Loro viejo no aprende a hablar”. Así parecía hasta que, las computadoras se hicieron parte esencial de la vida, Internet incluido. O, aprendíamos o quedábamos como “muertos vivientes”.
Sin embargo, ¡qué sufrir! Contado en varias oportunidades: cada cambio, una tortura.
El título, lo repetía constantemente el maestro, profesor y amigo Héctor Mujica: decía “soy un idiota tecnológico”.
Importante fue darme cuenta: “no soy la única para quien estos artefactos resultan complicados”.
En tiempos de tecnología de avanzada hay que tener cuidado que no resulte un caos, para ancianas como yo.
Narro como entré al mundo de las tecnologías. La máquina de escribir. Debía llevar un trabajo escrito a máquina, en 5to. grado.
La Maestra, tajante: “Quien no traiga el trabajo escrito a máquina, lo califico sobre 10”. ¡Mi Dios! pensé, ¿Cómo haré? Llegué a casa y, en un descuido, fui a la oficina de papá y empecé a escribir.
Copié del cuaderno lo escrito. Lentamente. De repente la máquina se trancó. ¡No siguió escribiendo! Me dije:” La eché a perder”. Avergonzada, saqué el papel de la máquina, lo boté en la papelera y salí corriendo.
Leer MásMinutos después, papá entra, intenta escribir, no puede. Arde Troya. ¿Quién hizo esto?
Aterrada, casi sin voz: “Fui yo.” “¿Se puede saber para qué usabas mi máquina de escribir?”
Respondo:” Para hacer una tarea del colegio”.
La cara se suavizó y dijo: “¿Cómo, trabajo en máquina?”.
Enseguida respondí, “Lo exigió la Maestra”.
“No creo”.
Corrí por el cuaderno, enseñé lo escrito, luego saqué del basurero, lo escrito. Lo entregué.
Sorprendido dijo:” ¿Era verdad?” Asustada y molesta contesté: “No digo mentiras”. Apareció el pedagogo: “Pregunta primero, si no sabes algo. Pedir ayuda es conveniente. ¿Por qué no lo dijiste?”, “Tenía miedo. No sabía sí me ibas a permitir usar la máquina.”
Respondió, suavemente: “¿Me tienes miedo?”
“A veces” dije bajando la voz. “Siempre que necesites mi ayuda, cuenta conmigo. No importa de lo que se trate, siempre estoy dispuesto a ayudarte.”
A partir de ese momento comencé a escribir en la máquina, corrientemente. Me fue útil al estudiar periodismo; hubo quienes no sabían usar la máquina de escribir. ¡Cuantas mortificaciones y molestias pasaron hasta que aprendieron! Llegaron las máquinas de escribir eléctricas, una maravilla, luego: las computadoras. Una dimensión desconocida para mí.
Mis “hombres” el marido y el hijo, de una vez arrancaron a escribir con el ordenador. Imposible, para mí, comprender algo tan diferente de lo que siempre había usado. Asustada por el reto, pregunté: ¿Me pueden enseñar? Una media sonrisa y una repuesta con pregunta ¿Querrás aprender? Por supuesto, dije.
Mi hijo, sorprendido de ver a su madre, la profesora, de aprendiz, me dijo:” Primero aprende a jugar, después vendrá la escritura”.
Había un juego de policías y ladrones que traía el ordenador. Aprendí el juego; me lo enseñó. Sin embargo, no sabía como escribir.
Atormentada, asustada y de cierta manera humillada, en la Convención Nacional de los Periodistas en Maracaibo, (1980) exhibieron computadoras de todas las marcas. El Profesor Pascuale Nicodemo, al ver mi angustia me dijo: “Profesora, entre por Word, siga las instrucciones. Tranquila, Ud. puede.” Pude. ¡Gracias a Dios”. Se lo agradeceré siempre, al Profe. Nicodemo. De resto, aprendí sola.
A veces, pedía ayuda, Adolfo hijo, maravilloso en esas tecnologías, me enseñaba algo nuevo: Internet, el Correo Electrónico, ciertos aspectos necesarios para usar Power Point y hacer diapositivas, entre otras cosas. Vuelvo al pasado.
1992. Los golpistas. Entre las primeras acciones ejecutadas: cortar el teléfono a los periodistas. Adolfo, en Maracaibo, nosotros aquí, sin comunicación.
Ocurre el 4 de febrero y llega el 27 de noviembre. Otro golpe sangriento. Quizá más terrible: los golpistas declaran que van a matar a la dirección de Copey y Acción Democrática. Toman Radio Rumbos.
El auto denominado, comandante Kleber Ramírez Rojas, llama a saquear la ciudad, especialmente zonas del este y del sureste.
Otra vez, incomunicada. Derrotado el golpe, tomo la decisión: comprarme un celular, dispuesta a todo y angustiada por el estado de aislamiento. Mortificada por no saber de mi madre, sola y lejana. Mi hija y su pequeño bebé, al otro lado de la ciudad.
Compro el celular, usarlo y manipularlo, me cuesta un poco. No obstante, me acostumbro y salgo adelante: un Nokia, fantástico. Después paso a un ladrillo. Regreso al Nokia. Compro el maravilloso “Black Berry”. Lo descontinúan. Empieza el drama con los teléfonos. Uno chino Huawei. Después de tropiezos lo manejo. Mi hija me regala un IPhone, no muy avanzado, cuesta manejarlo bien. Lo logro. Se me cae varias veces, no funciona bien y de regalo de Navidad: un Samsung. Hasta el momento me gustaba la tecnología de Corea del Sur. A partir de ese momento, no tanto. No logro incorporar las aplicaciones; voy al sitio especializado en teléfonos. Un ángel, que no arcángel, llamado Rafael, me ayuda y, comienza la tarea; sin lograrlo. Daniela, la encantadora vecina, me ayuda. Tampoco se logra. Abrumada, incompetente e idiota tecnológica, así me siento. ¡Qué razón tenía Héctor! Confiemos en que pronto resuelva el problema y regrese la paz a mi alma cibernética. ¿Será que tengo una?