Miguel Galindo
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No hace mucho que fue San Joaquín y Santa Ana (cuando maduran los higos por la mañana). No me acordé del día por ser yo “santero”, sino porque era el día del onomástico de mí ya nunca olvidado hermano amigo Joaquín… Y eso va a misa, aunque yo sea de los que ya no vayan… Y como lo tengo felicitado en el tiempo y en el recuerdo por siempre, y ahora en la distancia que no es distancia, pues eso, que al navegar él en otras dimensiones, mi pensamiento se entretuvo y anduvo rondando durante horas las posibilidades de que ambos personajes tuvieran la realidad y/o existencia que se las ha impostado.
Sea como fuere, el caso es que, la que corta el bacalao de ese sarao, la Iglesia Católica, ha instituido urbi et orbe, que esta pareja de San Joaquín y Santa Ana sean los abuelos de Jesús, quién después fue Cristo, y, por su influencia divina, que ya de paso se celebre también el Día de los Abuelos aunque sea por señuelos (yo, desde luego, no me entero)… Aquí a San José lo ningunean de mala manera, puesto que a sus padres, como también abuelos paternos del zagal, no se les menciona ni por equivocación. Como si no hubieran existido, o peor aún, como una cruel burla al honrado carpintero por un detalle fulero:
Y ese “detalle” marrullero, muy posiblemente, puede ser, así me lo barrunto yo, que es porque, como al pobre hombre lo califican como padre “putativo” de su hijo, por el affaire del santo pichón y todo aquello que pasó, pues se dijeron a sí mismos que tampoco iban a cargar a otros pobres viejos con el inri de ser también abuelos “putativos”… Así que mejor obviarlos, retirarlos de la sagrada Historia Sagrada, quitarlos del registro civil, y si alguien pregunta, responder que el chiquillo era huérfano de abuelos paternos, y aquí paz y después gloria eterna. Pero yo no lo veo justo, y como no lo veo, los reivindico.
Porque, según S. Mateo, el padre de José se llamaba Jacob y según S. Lucas se llamaba Elí, o Helí (ni siquiera son capaces de ponerse de acuerdo en su nombre). Y la madre era Raquel, por si desean tomarse la molestia de buscarlos, aunque la Iglesia, la católica digo, sí que se la toma en ignorarlos… O sea, que Jacob, o Elí, y Raquel eran los abuelos paternos del crío, tomen buena nota de ello. Como también deberían tomarla que, en este caso concreto, obsérvenlo bien observado, ni siquiera merecen un “San” que llevarse al coleto del aura. Los otros sí, pero estos no…. Hasta dónde la Iglesia puede ser ruinmente clasista se demuestra en estos miserables detalles discriminatorios y de preferencia.
Sin embargo, todas estas chapuzas, al final, solo pone de manifiesto la incapacidad de fabricar un relato lógico y coherente ante cualquier cabeza que piense con un mínimo de sentido común… Razonen, por ejemplo, en el esfuerzo de los exégetas, católicos más que cristianos, de montar para la figura de Jesucristo una genealogía que lo entronque como descendiente directo del rey David – sangre real – a través, precisamente, de la línea paterna… Milagro asombroso éste que, si el Mesías “fue concebido sin obra de varón”, convierte al propio rey David en ascendente “putativo”, por usar la misma nomenclatura del padre de nuestro amigo Jesús. Esto es: podría ser descendiente “legal”, pero no “real”. No consanguíneo. Cargó con las consecuencias del hecho, y listo el bote.
Para mí, personalmente, claro, toda esta trama es anecdótica, patética y ridícula… Mi opinión sobre el sentido crístico de Jesús no está basado ni en la realeza de su sangre, ni en su envoltura física destinada a demostrar su divinidad en una resurrección de la más elemental materia. Mi fe, por llamarla de alguna manera, reside en otras consideraciones superiores que escapan a la idolatría de la iconografía y de un físico forjado a base de milagros más o menos imposibles, aparte de innecesarios, y que lo reduce todo a una figura más a la que procesionar encima de un trono.
Pero tampoco pretendo aquí, como comprenderán, empeñarme en una clase magistral de teología. No me la admitirían ustedes. Doctores tiene la Iglesia, reza el refrán… Lo único que persigo, si me lo permiten, es no someterme a dogmas impuestos elaborados por organizaciones humanas que solo buscan el poder, la influencia y la riqueza a base de inventar religiones a las que someter al mayor número posible de seres humanos. Las cosas son mucho más sencillas. En realidad, son tan tremendamente sencillas que nadie las cree. Ese ser humano ha sido educado (yo diría domado) para creer en todo lo que sea complicado y que precise intervención divina, pues siempre habrá a mano alguna Iglesia dispuesta a vender la exclusiva de su interpretación para la “salvación”. Tan solo hay que someterse a ella y seguir su libro de instrucciones.
La Historia del Ser Humano desde que fue plantado en este mundo es de evolución por superación. De hecho, la primera se logra a través de la segunda. Se trata de adquirir el conocimiento (no el cocimiento) de la creación a través del conocimiento de sí mismo… “Hombre, conócete a ti mismo”, reza en el frontispicio del templo de Apolo (antes de Cristo, por cierto) en Delfos.
Toda la sabiduría del Universo está encerrada en ese mismo ser humano que, a su vez, es objetivo de todas las religiones. “Pero Dios reside dentro de vosotros, y no en templo alguno”, dijo aquél Maestro solitario del que intentan apropiarse sus propios representantes que dicen ser, en monopolio exclusivo.
“¿Quién es mi madre y quiénes mis hermanos?… solo el que hace la voluntad de mi Padre es mi madre y es mi hermano”. Con tan lapidaria y definitiva frase dejó enterrada el genial nazareno aquél toda genealogía terrena basada en la carne y en la sangre… Jesús no llegó a ser Cristo por nacimiento, sino por convencimiento, y luego por advenimiento. Por la aceptación pura y dura; porque, retirado al desierto de su propia alma, renunció a ser Hijo del Hombre para ser Hijo de Dios… Su primo (o no) Juan, el llamado Bautista, supo verlo, reconocer el cambio, la transubstanciación, y así lo proclamó fuera de toda duda y de toda parentela carnal. No seamos tan tontos, por favor…