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Evolución del ser humano

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Por: Miguel Galindo

La visita anual del reciente verano a la Sima de las Palomas, en el Cabezo Gordo, de Torre-Pacheco (Murcia) me trajo al recuerdo un montón de cosas, intrascendentes, unidas por efecto del defecto, a otras elucubraciones trascendentes.

Al ver en pantalla de la Siete a mi viejo amigo Michael Walker, aún enganchado al proyecto, me ha traído a la memoria toda la ristra de las primeras: los primigenios contactos Coec/Alcaldía/Conserjería (entonces, otro amigo: Medina Precioso) para hacer posible ese Museo que empezó bien y no terminó – porque aún no ha acabado su proceso.  

Mi vinculación desde el principio, mi interés, mis artículos y programas de radio, siguiendo la progresión y descubrimiento temporada a temporada, de nuestros neandertales…

Luego, mi visita a Atapuerca, en Burgos, la buena acogida de los investigadores en su Centro de Interpretación, cuando se enteraron de dónde llegaba, mi conocimiento de Walker, al que allí veneran, de toda la información, en potencia que no en esencia, de la Sima de las Palomas.

La trilogía de artículos de lo que me empapé allí y que trasladé aquí. Todo, hasta que fui descabalgado del cortejo, quizá por verse muy comprometidos los políticos locales; quizá por incómodo; quizá por cansino; quizá por posible “Stop, peligro”…

O quizá porque sabía más de lo que era prudente saber. Las invitaciones a las presentaciones y actos protocolarios dejaron de llegar, y las de las visitas se empezaron a olvidar.

Sin embargo y a pesar de todo, empiezo a considerar todas esas vivencias como intrascendentes.

Cada cual ha de asumir sus propias responsabilidades y allá cada uno en su conciencia. A mí ya solo me vale mi experiencia, si es que sirve para algo, claro, aunque solo sea a nivel personal e íntimo, que, al final, es lo único que queda, que cuenta y que importa.

He dicho al principio que enlazo lo intrascendente como punto de partida de este escriturajo y como hita de referencia, con elucubraciones que sí que considero trascendentes…

Y es imaginarme la vida, aquí mismo, a pie de Cabezo, donde estoy, o quizá donde sigo estando, quién lo sabe, de aquellos primeros humanos, precursores de los neandertales, que habitaron estos mismos lugares, llegados de las extensas sabanas africanas donde les sobrevino la primera adaptación, antes de arribar a estas tierras a través de un istmo que tiempo más tarde devino en estrecho… A partir de ese punto, me van a permitir que utilice la primera persona del plural, por motivos que más adelante comprenderán.

Y esa primera adaptación, o salto evolutivo, que viene a ser lo mismo, es que pasamos de arborícolas a llanícolas.

De seres cuadrumanos que vivían y se movían en los bosques y masas forestales, a tener que echar pie tierra, erguirse para adquirir perspectiva de las distancias, y aprender a sobrevivir en las estepas que se abrían a nuestra nueva percepción; el salto de hicimos de cuadrumanos a bípedos; de simios a humanos; aunque en ese mal-entendido “eslabón perdido” aún queden monos que merecen ser humanos y humanos que merecen ser monos.

 Mi querido y buen amigo Pedro Terreros, que es el que mejor sabe de qué hablo, sabrá perdonarme, y quizá como único investigador y divulgador calificado en ratificarme o corregirme en mis voluntariosas apreciaciones. Y es que yo creo – y pido perdón por mi osadía -que aún no se puede perder un eslabón que aún está interconectado y por lo tanto, no se puede encontrar lo que aún no se ha perdido. Al menos, del todo.

Las generaciones siguientes a esas que fuimos, estuvimos en Cueva Victoria, aquí, al lado, en La Unión; y/o en nuestro Cabezo Gordo, en un entorno templado, óptimo, de buena y variada caza, donde poder desarrollarse en asentamientos que facilitaban la relación y la función de tribu, las primeras sociedades de seres humanos primitivos… Normalmente, cuando, desde aquí y ahora, nos dirigimos a ellos, los nombramos como nuestros ancestros, nuestros ascendientes, nuestros tatarabuelos, nuestros antepasados…

Pero lo que no se nos ocurre es referirnos a ellos como “los que fuimos”, como “cuando fuimos” como nosotros mismos.

Eso no lo hacemos. Y estoy convencido que es un error.

Si pudiéramos abrir nuestro cerebro, o estudiar en profundidad nuestra glándula pineal, se descubriría como una cebolla forrada de capas que guardan nuestra memoria evolutiva desde que empezamos a ser hasta lo que somos. Tanto a nivel físico genético como cognitivo, de comportamiento y de reacciones automáticas… Esto está comprobado y definido.

Yo voy un paso más allá: El ser humano no evoluciona solo en su aspecto animal, material y genético. También evoluciona en el aspecto intelectual, mental, cerebral, anímico y espiritual, esto es, conciencial; que es una dimensión superior al cuerpo físico… Y aquí, en este punto solo existe un solo y único medio: la experiencia.

Pero la experiencia no es tal si no es acumulativa. Somos lo que somos para bien o para mal por nuestra carga experiencial desde que nos convertimos en una especie en este medio, en esta Tierra.

Y por eso digo que aquellos fuimos nosotros, como fuimos en Roma, o como fuimos en la Edad Media. Hemos sido de todo: depredadores y depredados, asesinos y asesinados, abusadores y abusados, víctimas y verdugos, de lo peor y de lo un poco mejor… dentro de lo posible, claro, y de la general evolución del género humano, y cometo la redundancia adrede… Fuimos lo que fuimos y hemos llegado a ser lo que somos. Ya hemos evolucionado como género y estamos en el momento de evolucionar como personas… ¿Seremos capaces?.. En ello estamos, o “parecemos” estar.

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