Por: Miguel Galindo Sánchez
miguel@galindofi.com
Lo estoy viendo ahora mismo: Zaragoza, Virgen de turno (El Pilar, claro), ofrenda de flores (a ver cuándo, en algún lado, se hace ofrenda de buenos propósitos). Veo a un abuelo, a un lado su hijo, y al otro su nieto, el trío vestido de baturros… al viejo se le ve emocionado, orgulloso, luciendo uniforme de sangre.
Ocurre lo mismo, exactamente igual, en cualquier lugar, fiesta o advocación: en Madrid, Galicia, Sevilla, Valencia, Murcia con su huertanía a flor de piel; y más sacapechos cuanto más veteranía en olor a miel… Y salvo una enorme cantidad de casos que solo acuden a lo superficial, por la fiesta, por el selfie, por el ambiente, solo por disfrazarse de disfraz, siempre estarán aquellos que sienten cierta raigambre, o, al menos, creen sentirla.
Quizá esos sean los menos falsarios. Aunque, las más de las veces, están anclados a unas costumbres santificadas de tradición que no tienen más propósito que el de dejar atado y bien atado… Y creen a pies juntillas que no existen más valores que esos, que por no saber, no saben de dónde, ni cuándo, ni el porqué la emoción ande pegada al ir investido de güertano. Lo que se le ha transmitío, y eso es sagrao… Pero, bueno, con todo y con eso son más auténticos que los que usan el refajo y los zaragüeles como uso corsario de la juerga y la borrachera. Lo del vino joven en odres viejos nunca ha funcionado.
Ocurre un poco igual con el uniforme militar. Uno/una se lo encasqueta y también se reviste, como por ensalmo, de airosas marchas, de bizarría, de heroicidades sin cuento; de un patriotismo confeccionado a medida de la mente… y aflora la emoción, y todo eso. Es exactamente lo mismo, y todo obedece a calculados parámetros: sentirnos pertenecientes a algo; formar parte de una Historia, aunque sea más historieta que otra cosa; fijar nuestras raíces en algo que creamos, o mejor, que nos hacen creer, auténtico o pseudoauténtico; sentirnos anclados a algo que pensamos superior, en definitiva.
Y nos pasa exactamente eso mismo: primero, nos predisponemos mentalmente, y luego nos calzamos el hábito y empezamos a sentir la sensación de dependencia que tanto necesitamos: de moro o de cristiano, de baturro o de huertano, de cartaginés o de romano, de celta o de lagarterano, o de “por ánde anda el marrano”… Lo cierto es que necesitamos mimetizarnos con ese fabricado entorno para sentirnos depender de algo exterior que hacemos nuestro creyendo que lo es, y que imaginamos superior a nosotros mismos. Por eso nos gusta tanto disfrazarnos. (En realidad casi siempre andamos disfrazados).
Porque lo cierto es que nuestro país es rico, riquísimo, en festejos disfrazatorios… ¿Qué no existe la tradición?, pues se inventa: venga, una de Trinaranjus y Berberechos, que una vez arrancar, lo demás nos viene por añadidura… Algo, en nuestro inconsciente colectivo, nos empuja a disfrazarnos de forma y manera compulsiva, y salir a la calle a lucir nuestro palmito, y presumir de aquello que imito… Naturalmente, cuanto más antiguo y arraigado, versus nazarenos y manolas, por sacro ejemplo, más honda sensación de pertenencia que sentimos. Hasta el sollozo y la lágrima, que nunca diré yo que no se sienta desde las tripas, por supuesto.
Sin embargo, yo he de hacerles a ustedes una confesión. Pero una confesión muy sincera y muy honesta por verdadera, porque para eso lo comparto con todos los que me leen – sea para bien o para mal -con toda mi alma: un servidor nunca, jamás, ha llegado a sentir ese vínculo de pertenencia, ni de orgullo, ni de anclaje, ni de “mire usté que se me eriza el vello”, ni nada de nada… Ni cuando juré bandera, óigan, de soldado de Aviación al alirón; ni aunque me hubiese vestido de huertano, hortelano o coreano… que nada, doctor, que no siento nada, que no se me empanada nada…
Y pasa que, como miro alrededor… ¿o se dice enderredor?, y lo veo todo y a todos tan homologaditos con la ropa, que la han pagado a un ojo de la cara y la guardan en el altar de los lares para la próxima investidura, bien planchadita y con total veneración, hasta que la muerte o la suerte nos separe… Pues eso, que menos este apestado que soy yo, porque no siento lo más mínimo de esa cosa que se dice de que “es que hay que vivirlo”, es por lo que, ciertamente, me pregunto, si es que soy un enfermo, un ácrata, un revolucionario o un francotirador de campanario… Sea como fuere, pido y ruego, y suplico a los guardianes cerebrales que no me pongan en cuarentena… que ya me pongo yo solito, sin ánimo de molestar.
Pero que yo padezca esa “tara”, ese miserable “defecto”, no quiere decir, claro, que los demás y los cadacuales sigan identificándose con sus disfraces… En el fondo, sí que lo entiendo y comprendo: necesitamos identificarnos con algo o alguien es que nos hacen sentirnos superiores; y por supuesto, intentar identificarse con uno mismo, no solo es defraudante, es que, encima no trae consigo motivo de fiesta alguna. Menudo muermo. Así que mejor me olviden, que yo ya me aparto solo.
Pero me confieso padre, como antes se decía, que he pecado, peco y pecaré, de pensamiento, obra y omisión, de tratar de identificarme conmigo mismo, aún con toda la gilipollez que eso arrastre consigo… o sea, conmigo, para los demás. Porque, mire, con el pecado ya llevo la penitencia impuesta, “seojuro por éstas”… Me invitan a cualquier corro – pues yo no voy sin que me inviten – y, en cuanto se me ocurre opinar o mear fuera del jarro sobre algún algo, cuando abro la boca, se me ordena callar. “Ya sabemos lo que piensas, no te repitas más”, y me hacen la señal del “mu”.
Así que me es más fácil, bastante más fácil, predicar desde este desierto sanjuanero. Quien quiere, me lee; quien no, pues no… Unos estarán de acuerdo (pocos, muy pocos), o no (muchos, muy muchos), conmigo, y pueden expresarlo de mejor o peor forma por este mismo medio. Pero, al menos, puedo escribir lo que no puedo decir. Aunque me suelten (que me lo sueltan) que no respeto a los demás, yo sé que tan solo expreso mi disconformidad, mi sí-pero… mi yo-no-entenderlo. Lo que ocurre es que, tan solo eso, si va contra la generalidad, se considera irrespetuoso. Inmediatamente. Y punto pelota. Es la imposición de la grey, del gremio, de la tribu, contra el solitario. No existe abogado ni defensa alguna.
Por lo tanto, me he de justificar yo solines… Es posible, pué ser, a lo mejor, que alguna vez, en un día más o menos lejano, cuando las ranas críen pelo, la gente empiece a ser más personas que gentío; pero, mientras tanto tal utópico milagro se hace carne, yo seguiré en las trincheras, pero, eso sí, pese a quién pese, siempre con el fusil cargado.