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El santo y la peana

La cosa duró hasta los siglos VII y VIII, en que el emperador bizantino León III ratificó tal condena en lo civil, sumada a la ya existente religiosa, de la adoración de imágenes, por considerar que rebajaban la fe
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Por: Miguel Galindo

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 Los que me acusan de iconoclasta llevan razón. Lo soy. Y así mismo me confieso. Y con éste contesto, a través del mismo medio, HEY!, a los hermanos del otro lado del charco, de donde me viene. Pues sí, en esto me considero como los primeros y más antiguos cristianos, independientemente de que llevaran más o menos razón, que doctores tiene la Iglesia y nunca mejor dicho… Pero es cierto: soy un convencido y rendido iconoclasta. Durante los primeros trescientos años de cristianismo, aquellos primitivos dirigentes de aquella primitiva Iglesia predicaban decididamente un iconoclastismo, sin duda que heredado de su cultura de nacimiento judía, como judío era Jesús también, que consideraba que el ponerle imagen a Dios era “terrenizarlo” en demasía.

La cosa duró hasta los siglos VII y VIII, en que el emperador bizantino León III ratificó tal condena en lo civil, sumada a la ya existente religiosa, de la adoración de imágenes, por considerar que rebajaban la fe a la adoración de una iconografía plástica, muy de religiones paganas y que ya entonces comenzaba a abrirse camino, sobre todo en frescos y murales de aquella ortodoxia… Pero la batalla comenzó a perderse.

Justo en la crisis entre Roma y Bizancio, en los años 70, esta cuestión fue uno de los principales puntos de fricción entre las Iglesias de Oriente y Occidente, en que los primeros eran defensores a ultranza del Concilio de Elvira a tal respecto, cuyo Cánon 36 reza: “Las imágenes no deben colocarse en las iglesias, para que no se conviertan en objetos de culto y adoración paganizados”… mandato sacado de la propia Sagrada Biblia, donde se prohíbe taxativamente “dar culto a cualquier imagen de animal, persona o cosa” (Eclesiastés, Isaías, Jeremías, y un largo etcétera).

Pero no iban por ahí los intereses de un papado romano, dispuesto a sacar tajada y regalías de cualquier cosa que se les viniera a mano y la imaginería, como el negocio de las reliquias, se mostraba fructífero y en continua progresión; por lo que, no solo derogó la prohibición, sino que, por el contrario, fomentó que las imágenes poblaran los templos de la cristiandad… De hecho, la pujanza de la factoría imaginera era directamente proporcional al nombramiento indiscriminado de santos y santas. Así pues, blanco y en botella. Reliquias e imaginería se hicieron suculento monopolio de la católica.

Además, fomentando la variedad con el invento de las advocaciones, entre docenas de Cristos, centenares de Vírgenes, y cantidad ingente de Patronas y Patrones, santos y santas a mogollón, logró reunir alrededor de las mismas y en competencia directa entre sí, a toda una feligresía venida de otras creencias ajenas, y capaz de matar por su icono (santo) local. Todo bien apesebrado desde sus obisperíos.

El modelo fue tan enormemente rentable y efectivo, que, más de mil trescientos años después, aún luce en todo su esplendor. Las miles de procesiones, romerías y rogativas, con toda su parafernalia económica-religiosa alrededor, que se realizan en todo el mundo, con una carga fanatizada de fondo importante, se mantiene viva e in crescendo bajo el barniz de lo que se ha venido en llamar, como fondo de saco: “Tradición”.

Tan solo hay que examinar el ejemplo social de la recién pasada Semana Santa, a la que se apunta hasta el último ateo y político del palomar y con todo su fundamentalismo fervientemente asumido hasta por los que se consideran más progresistas… El fervor que la masa siente ante una imagen (si está enjoyada, ricamente engalanada, y superpeinada con chorretes de oro mejor), representativa de lo que le han hecho mamar y creer, es paralelo, sino superior, al de la tribu ante su tótem sagrado; un moderno adorador de ídolos, al fin y al cabo, que es venerar a Dios a través de tales iconos, versus, se diga lo que se diga, pura idolatría.

Soy consciente que el decir esto es ponerse en el centro de la diana de la ortodoxia católica, y de sus genífaros.  Pero un icono, como una imagen, es una IDEA (de esta palaba viene Ídolo, precisamente) físicamente representada; esto es, una ideografía; o un ideograma, si lo prefieren – todo sale de ídolo, como ven – pero no es, nunca lo será, y jamás podrá ser, aquello que representa o dice representar.

Lo que las religiones organizadas consiguen con esta estructura es implantar la iconografía, esto es, la veneración de las verdades universales a través de mudos y nulos representantes que se manifiestan en, y a través de, las iglesias… Son solo tallas bendecidas al efecto por sacerdotes, que les “imprimen su magia” y simulan concederles un poder taumatúrgico que coagule en su figura todas las (falsas) fes – pero poderosas – que son atraídas como las polillas a la luz. En pocas palabras: son talismanes acumuladores de energías, pero que los cargamos nosotros mismos, no ninguna deidad ni santidad.

Por todo esto es por lo que yo me considero iconoclasta, a Dios gracias… como aquellos primigenios cristianos que creían en la ESENCIA, y no en la PRESENCIA, no sé si llegarán, o querrán, entenderme… Y porque la POTENCIA tampoco requiere en modo alguno de la PRESENCIA, a ver si me comprenden también lo que quiero, honradamente, decirles… Nosotros somos de valorar más los cromos en sí mismos que lo que representan; y confundimos a Dios con el álbum que los contiene. No llegamos a más, y lo peor de todo, tampoco queremos ir más allá, pues nos encontramos muy cómodos en nuestros errores. Somos prisioneros de nuestros propios “selfies”, y los fabricamos a medida en que nos sometemos a nuestros propios ídolos. Somos unos autoconvencidos iconócratas.

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