Vivimos un tiempo paradójico, de alumbramiento científico y tecnológico y caos cultural e informativo. El mundo se ha hecho global y los ciudadanos tribales.
La intolerancia, el fanatismo y nacionalismos ramplones, sabotean la capacidad de ampliación de la democracia, facilitada por los hallazgos comunicacionales y digitales.
No se entiende que la democracia no adoctrina sino que educa. Que no prohíbe sino que convence. Promueve el debate libre para que prevalezcan las ideas más pertinentes y persuasivas.
No reprime sino que estimula la participación popular genuina. Mantiene los equilibrios de poderes y opiniones diversas. Respeta la diversidad, derrota sin violencia la demagogia populista, los caudillismos mesiánicos y la virulencia como discurso dominante. La patanería política y el mal gusto.
Porque la política tiene un compromiso ético pero también estético. Hay que ser decente y parecerlo. Hay que exigir respeto y ofrecerlo. Todas esas son claves de la convivencia social sin traumas.
En estos días hemos asistido a dos exageraciones que nos inquietan, por peligrosas y pueriles. Una viene de los izquierdistas que reclaman la prohibición de un clásico cinematográfico, “Lo que el viento se llevó”, por racista.
Con esos criterios primitivos habría que prohibir obras de Cervantes, Quevedo, Vargas Llosa, Shakespeare, García Márquez, Borges, Camus, Whitman y otros, por reclamos de género o étnicos. Entonces: ¿qué sería de la gran literatura?
La otra viene de la derecha que censura el desnudo del David de Miguel Ángel por “obsceno” para la vista infantil, mientras no se alarman por la libre venta de armas de guerra que, muchas veces, terminan en grotescos asesinatos masivos de escolares.
Y lo más triste es que el debate real sobre tales materias, consistente y reposado, se ha hecho cada vez más imposible en el escenario de escándalos mediáticos y virtuales.
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