Muchos conocimientos ancestrales tienen una base científica aún inexplorada. Detrás de los saberes milenarios existen estrategias de sobrevivencia y adaptación a zonas agrestes. Es necesario rescatar y documentar estos conocimientos antes de que se pierdan.
Los indígenas de la Amazonia sabían hace cientos de años que capturar peces con flechas no era fácil y por eso buscaron facilitar la tarea: envenenaban a los peces con una sustancia que obtenían de plantas y luego los asaban a las brasas para eliminar el veneno y comerlos, práctica que sigue vigente.
En 1859 esa sustancia fue aislada por un botánico francés y tomó el nombre de rotenona, pero fue recién este año que la ciencia comprendió el mecanismo molecular por el cual el calor neutraliza el veneno.
Este descubrimiento publicado en Nature comprueba, una vez más, que detrás de muchos saberes tradicionales hay un sustento científico aún por descubrir.
El método de cocción a las brasas destruye las moléculas de rotenona y permite consumir el pescado sin riesgo, explica Guilherme Menegon Arantes, uno de los autores de la investigación. Para llegar a esa conclusión, los investigadores de la Universidad de Cambridge y de la Universidad de São Paulo, realizaron complejos análisis por computadora.
En el futuro, este hallazgo permitirá adaptar derivados sintéticos utilizados en agricultura y salud e incluso usarlo como tratamiento contra el cáncer con otros fármacos.
Gracias a la etnobotánica la medicina se ha beneficiado con estos conocimientos. Los retos suscitados por el cambio climático obligan a “rescatar los saberes tradicionales como una estrategia de sobrevivencia de nutrición, seguridad y soberanía alimentaria”, opina René Gómez, curador senior del banco genético del Centro Internacional de la Papa (CIP).
Según Gómez, la práctica ancestral de sembrar diversas variedades de papa nativas en una misma parcela evita la pérdida de toda la cosecha debido al impacto climático.
Con más de cuatro décadas estudiando papas nativas y rescatando saberes andinos, Gómez comprobó la base científica de muchas prácticas agrícolas prehispánicas. Una de ellas es la forma de procesar ciertas papas con alto nivel de glicoalcaloides —compuestos que pueden ser tóxicos— utilizando sal o caolín.
El caolín es producto de la última degradación y meteorización de minerales, no es tóxico y, como tiene pocos iones positivo-negativo intercambiables, logran amortiguar los glicoalcaloides, explica Gómez.
Otro ejemplo es el chuño o moraya, que “no es otra cosa que un proceso de liofilización de la papa descubierto hace más de 10.000 años por pobladores alto-andinos”, sintetiza.
Para Gómez, estas y otras prácticas agrícolas ancestrales aún vigentes, como los laymes, las amunas y la predicción climática observando las pléyades, permitieron a los pobladores andinos “sobrevivir en condiciones muy agrestes”. “Estamos hablando de grandes alturas y poca disponibilidad de cultivos, de 3.800 msnm hacia arriba”.
“Existen otras formas de conocimiento con resultados demostrables a través de los siglos que no han tenido el recorrido, metodología o razonamiento científico”, concuerda Andrés Alencastre, especialista peruano en gestión territorial, agua y desarrollo comunal en cuencas.
“Responden a otras formas de conocimiento y a una profunda cosmogonía andino-amazónica que es necesario fortalecer con diversas formas de pensar y entender”, señala.
“Lo importante es el diálogo con respeto mutuo, entre iguales, sin menospreciar a nadie”, señala Alencastre, exministro de Agricultura y Riego del Perú, quien comenzó en 2004 su estudio de las amunas, un sistema prehispánico complejo de tecnologías de alta montaña.
Las amunas, a través de acequias, captan las aguas que escurren de las lluvias sobre los 4.400 msnm y las llevan hasta zonas donde hay rocas fracturadas de la montaña. Al ingresar a la roca, el agua corre lentamente dentro de ella para aflorar, meses después, por los manantiales y arroyos que están entre 1.500 y 1.800 metros más abajo.
“Surgieron por la necesidad de construir el hábitat, de hacer agricultura desde las alturas. Si bien científicamente califican como obras de ingeniería civil hidráulicas se trata de una tecnología social que forma parte de la gestión preincaica de las montañas, con una mirada comunitaria y en interrelación con sistemas como reforestación, andenes, terrazas y galerías”, explica Alencastre.
Los laymes constituyen otro recurso agroecológico vital de pueblos andinos heredado de los incas. Consiste en cultivar las tierras entre uno y tres años, para luego entrar en un descanso agrícola de hasta 15 años.
La ciencia ha verificado que este sistema asegura la sostenibilidad del suelo, mantiene su fertilidad y reduce la erosión, una amenaza constante en los Andes por sus laderas a gran altura. Se cree que, con un manejo adecuado, podrían ser una ayuda eficaz frente al cambio climático.
Los agricultores de muchas comunidades de Perú y Bolivia realizan un ritual especial de observación del cielo previo al amanecer entre el 15 y el 24 de junio, cuando las pléyades están en su nivel más bajo sobre el horizonte, para pronosticar la temporada de cultivos (octubre a mayo).
Repiten un rito que tiene casi 500 años y que ha fascinado a antropólogos y científicos por lo acertado de los pronósticos: si las estrellas se ven grandes y brillantes, será temporada normal de lluvias y habrá buenas cosechas. Si las pléyades son pequeñas y débiles será una mala temporada.
Tras indagar estadísticas climatológicas de más de 30 años de diversos puntos de la sierra sur peruana, y analizar fotografías satelitales, investigadores de la Universidad de California Davis y de la Universidad de Columbia comprobaron que este sistema de observación guarda relación con el fenómeno de El Niño y su variabilidad.
En un artículo publicado en Nature, los autores analizaron cinco predicciones basadas en avistamientos de las pléyades en comunidades andinas del altiplano peruano y boliviano, que sorprendentemente fueron exactas.
“En los saberes ancestrales hay muchas soluciones para el futuro. Están basados en la práctica, la innovación campesina y han comprobado su eficacia en el tiempo”, indica Stef de Haan, coordinador de la Iniciativa Andina.
Para él, rescatar significa valorizar, “poner la evidencia científica que hay detrás, pero también que, si alguna de esas prácticas está en riesgo de perderse, documentarlas para que no ocurra”.
El uruguayo Manuel Minteguiaga, investigador de la Universidad de la República, coincide: “Hay que insistir en valorizar los conocimientos tradicionales, no menospreciarlos sino tomarlos como base para hacer investigación y darles soporte científico”, reflexiona.
“En Uruguay perdimos todo el conocimiento etnobotánico de los pobladores originales”, agrega. Por ejemplo, no se sabe nada sobre el uso de las plantas medicinales que tenían los charrúas, y lo poco que se sabe viene del sustrato guaraní documentado por los primeros europeos en América.
Actualmente, Minteguiaga estudia los compuestos alergénicos presentes en la aruera (Lithraea molleoides), árbol nativo de la familia del cajú, pistacho y anacahuitas, muy habitual en el campo uruguayo y que, según leyendas locales, genera dermatitis por contacto.
Hasta el momento identificó 19 compuestos químicos alérgenos en las partes aéreas de la aruera. De comprobarse su efecto en la piel podrían aplicarse en tratamientos paliativos para pacientes alérgicos.
“Los saberes tradicionales son como un ‘libro’ que debemos aprender a leer, porque en él hay muchos conocimientos e indicios que nos podrían llevar a descubrir cosas nuevas”, concluye Minteguiaga.
Este artículo fue producido por la edición de América Latina y el Caribe de SciDev.Net