Miguel Galindo Sánchez
miguel@galindofi.com
Me dicen que soy un enamorado de las palabras. No, no lo soy. Más bien soy un aficionado a la semántica, a la etimología de esas mismas palabras, antes que a las propias palabras… ¿me siguen?.
Me gusta más saber el origen y su significado de principio (no siempre concuerdan con sus herederas actuales) que el que les damos hoy, aunque a veces, según la geografía, son distintos, cuando no opuestos.
Para mí, personalmente, la Torre de Babel es una metáfora – los agoreros la comparan a la Cámara de los Diputados – para indicar otra cosa diferente a la que se ha dado por decir; distinta a lo que ha convenido enseñarnos.
En mi opinión, la palabra se “inventó”, o mejor: surgió para comunicar sentimientos de un ser humano a otro y se torció cuando empezamos a usarla para comunicar intenciones.
No es igual un sentimiento que una intención. Del primero al segundo existe fingimiento, disimulo, una cierta e interesada manipulación; se comunica más la intencionalidad, el deseo, que lo que uno siente…
La Babel bíblica retrata a la perfección, no el multilingüismo, sino la multintencionalidad desprendida de una sola lengua, fuera lo que esta fuese ésta.
Mesopotamia (país entre ríos) que es donde se cuenta lo de la construcción, que fueron los zigurats, lo de la confusión de lenguas, si acaso lo fue, sería más bien una confusión de ideas, si no de intenciones.
En el llamado Edén, donde, no el hombre, sino el ser humano, fue puesto en marcha, no había más lenguaje que una comunión, y/o comunicación, de sentimientos, y por eso no se necesitaban palabras, al igual que el regreso a ese posible paraíso, despojados de la materia, tampoco harán falta palabras, por obsoletas e innecesarias.
El pensamiento es más importante que la lengua… Los exégetas ortodoxos me objetarán que el mundo se hizo por la palabra: “y por el Verbo fue hecho”, me dirán… Pero ese Verbo fue un Fíat, un “hágase”, un “óbrese”, un producto de la voluntad creadora, más que el sonido vocal de un idioma o lenguaje. No nos engañemos ni nos dejemos engañar, por favor…
Heródoto cuenta que el faraón Psamético hizo un experimento para descubrir, o si no instituir, el habla primigenia de Egipto. Para eso entregó a un pastor a dos hermanos gemelos, para que los criara en el silencio y mayor aislamiento a los múltiples y variados dialectos. Lo primero que los niños hablaron fue “bé”, que luego, con el tiempo, fue alargándose a “béee”, esto es, el balar de las cabras que tenía el pastor… A las personas no se nos ha dotado de ninguna lengua original ni infusa por ningún Dios de ningún Olimpo, ni nada parecido, pero si que se nos ha dotado de la capacidad y aptitud potencial de desarrollarla repitiendo y ampliando los sonidos más cercanos y familiares, para luego, después, relacionarlos con otras personas, animales o cosas, y, al final del proceso, darles el sentido que nuestra inteligencia humana nos dicta. Así nos conocemos y nos re-conocemos unos a otros.
Ya sé que esto resulta tan prosaico que nos cuesta cierto trabajo admitirlo. Hemos sido educados en la lengua del imperio, o de la patria, o incluso en la lengua de los dioses, qué sé yo…
Normalmente, en las sociedades humanas el vocabulario de sonidos viene dado y determinado por la tribu, y las que se imponen a sus vecinas también imponen su lengua, por las buenas o por las malas; por violencia o por conveniencia, se va aceptando, extendiendo, y fijando…
Por eso, cuando oigo a los interesados, más políticos que sabios, hablar de la “Koiné” cuando tratan de cualquier lengua extensamente reconocida, como el español, el inglés, chino o francés, me dan ganas de reír y llorar al mismo tiempo… He leído a algunos de nuestros peripatéticos profetizar que el “Koiné” de España, que hay que preservar como un sagrado, es el castellano. Estos iluminados, e iluminadas, dan a esa palabra, “koiné” el valor del primigenio, originario y primario. No sé por qué, ni de dónde, pues “koinée” es una palabra griega que significa conocimiento, no significa semántica, aunque ésta sea una ínfima parte del conocimiento.
Uno puede rastrear el origen de las palabras y descubrir cual fue el poder político, social o militar, y la cultura, que la impuso en su día hasta llegar a la actualidad, y, a través de ellas, siguiendo su rastro, descubrir la Historia, pero no hay mucho más detrás de ello… Esos mismos griegos llamaron “bárbaros” a los que no hablaban su lengua, por sus “barboteos” (balbuceos) para hacerse entender. Al igual que “algarabía” viene del árabe “al arabiya”, que es una lengua caótica bereber… Y cómo el rechazo español al anglosajón produjo la palabra “gringo” y de ahí lo de “guirigay”, como también lo de “guiri” y suma y sigue… Pero, por muy atrás que podamos irnos, siempre encontraremos un origen impositivo y dominante. Roma impuso su Latin en su imperio como lengua oficial, y de tal raíz nacieron idiomas nativos nacionales, pero derivados. No hay dioses, tan solo dominación de unos pueblos por otros.
En realidad somos criaturas de la diáspora que nos dispersamos o nos dispersaron por un mundo al que debíamos conocer y regir y la primera herramienta de la que dispusimos fue catalogarlo a través de la palabra; referenciarlo para poder conocerlo… Cuenta el Génesis que el hombre fue dominando a los animales conforme les iba “imponiendo” nombre. Naturalmente, es el primer conocimiento de todo ser vivo que nace a una realidad nueva de contactos: mamá, papá, tito, tato… Aunque a la lengua la dotamos de un contenido intelectual, sociológico, filosófico, religioso y sapiencial, en el fondo es un factor y un medio puramente biológico, y si me apuran, de animal en plena evolución. La preponderancia que le damos, las luchas e intrigas por imponer unos sonidos sobre otros, incluso las guerras que hemos librado por su causa, no dejan de tener un principio de dominación económica y tribal.
Todo es evolución. Las palabras igual visten a la verdad que a la mentira; igual son falsas que auténticas; lo mismo sirven para la paz que para la guerra; para el amor que para el odio… Lo cierto es que las necesitamos para engañar, para disimular, para sobrevivir o para abusar, y por eso las mantenemos en pleno uso. Nosotros tratamos, paliqueamos, vendemos y compramos con nuestras palabras, con nuestros sentimientos, a veces ni siquiera con nuestros pensamientos. La comunicación, oral o escrita, bien puede ser falsa. No así la mental.
La deducción lógica es que las lenguas sirven para lo que sirven, y hasta donde sirvan. Y que son un medio tremendamente útil en nuestra fase evolutiva… Pero perfectamente desechable en el futuro que no las necesitemos para tapar lo que ya no queramos, o podamos, ocultar, porque nada haya que ocultar. En ese camino, la perfección ganará el lugar a lo defectuoso… y ya no se necesitará de ningún parloteo.