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¿Dónde quedó la identidad política?

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La identidad como valor político y valor moral se perdió. Se extravió entre los desmanes que, en lo concerniente a un mundo dominado por un capitalismo corrompido en su lucha por desequilibrar (adrede) el poder de ciertas potencias económicas y militares, por inferencia directa, podría imponerse.

Al menos, es lo que se deduce de lo más remarcado noticiosamente. Especialmente visto cada evento como acontecimiento analizado desde algunas perspectivas o enfoques políticos, sociales y económicos.

Particularmente, cuando se advierten ciudades vacías, familias separadas o concentradas al margen de valores tan importantes como la concordancia o el respeto mutuo.

 Incluso, cuando se nota la falta de solidaridad requerida en situaciones insidiosas como las que representa el llamado aislamiento o confinamiento. Y que finalmente, no es otra cosa diferente de lo que induce la idea de “gheto” o prisión colectiva. Aunque en el fondo, funge como una especie de control social con groseros fines políticos. Es el mismo “domesticamiento” o aislamiento ciudadano así conocido a instancia de amañados intereses.

Después del tránsito por el que ha vivido la historia de los pueblos, muchas naciones siguen marginando el concepto de identidad. Su discernimiento sigue sin haber cuajado en la cotidianidad política y social, o en la actitud y aptitud que debería enaltecer su comprensión y praxis. Pero no ha habido forma de que se haya declarado un pronunciamiento en dicha dirección. Es decir, de reconocer que en el contacto y apertura de la sociedad a partir de los elementos morales, éticos y biopsicosociales sobre los cuales arraiga sus capacidades y condensa sus potencialidades, pueda estar construyéndose la cultura que a ello corresponde. Sobre todo, su identidad.

Pero, así como se ha observado el descarrío de valores como la confianza, la ecuanimidad, la libertad, la igualdad, la verdad, la equidad, o el estoicismo como razones de la crisis política, social y económica en proceso, asimismo la “identidad” se ha visto atropellada por el furor de calamidades que arrollan todo cuanto les impida su paso. Y sin duda que una de ellas fue causada por la recién pandemia que indujo el Coronavirus. Tal realidad incitó a que el devenir de las sociedades, se tornara diferente al que venía dándose antes de la intrusión del temible Covid-19.

El conformismo, entre los males insidiosos

El conformismo conspiró en perjuicio de lo que siempre ha pretendido instaurarse desde la identidad toda vez que actúa asociada con un valor tan trascendental como el de pertenencia. Pero en el trajín que viven las sociedades, hizo que se desbordaron en egoísmos incontenidos. Ahí, la identidad comenzó a verse agotada en términos de su capacidad para reconstruirse. Aún en medio de su extenuación.

Sucede pues que mientras una nación no supere la debilidad que causa el iluso antojo de mirar el tiempo pasado, seducido por lo que fue o dejó ver históricamente en cuanto a calidad de vida social, es casi seguro que nunca podrá forjar una nueva “identidad”. O sea, una identidad capaz de conquistar un destino diferente en virtud de lo que podría merecer una nación con consciencia de un futuro promisor. No una identidad estética que sólo abarque el aspecto estructural que delimita una realidad en virtud de su apariencia, imagen o belleza física.

Esa presunta identidad que muchas veces exhorta un discurso populista reivindicado a fuerza de demagogia, no es auténtica. Tampoco es legítima. Pues viene en auxilio de fantasías. O de lo más estancado que reviste una realidad de oscuro matiz. O de una identidad que en lo suyo, no identifique a nadie pues en lo exacto, tampoco realza nada. Vale asentir que todo yace oculto en lo más recóndito de cuanto pueden configurar las posibilidades y potencialidades de desarrollo y crecimiento de una nación. Desde luego, considerando el papel que juegan los valores políticos y morales en aras de objetivos dignos y loables, capaces de comprometer un futuro mejor en todos los sentidos.

Lo contrario, es lo que ha estado caracterizando distintas realidades embutidas por presumidas ideologías cuyos fundamentos filosóficos y epistemológicos se entraban entre sí.

Y por ello, sólo resultan condiciones que encumbran realidades disfrazadas. Realidades convertidas en basura por causa de banalidades que se hallan inmersas en sus entornos y contornos. Porque están ausentes de valores. O porque el populismo las ha arrastrado a verse confundidas con conceptos políticos que dejaron de tener la fuerza de otrora para legitimar libertades y derechos humanos. Ello, inculcado por la politiquería. Y que en el fondo, se dejan ver tal como lo que son, simplemente. O sea, realidades sin identidad alguna. De ahí que cabe preguntarse obligadamente: ¿dónde quedó  la “identidad” política?

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