Cuando mi madre salía del colegio, pasaba por una lunchería que quedaba a dos cuadras de su casa. Con la emoción de quien juntaba las monedas para comprarse la merienda, llegaba allí y pedía un perro caliente con un café claro o un batido de guanábana. Los meseros ya la conocían bien. Le servían el pan, ligeramente tostado, con papas fritas; y siempre disponían en la mesa tres salsas para que ella le pusiera a su gusto. Esa lunchería era El Cubanito, perpendicular a la avenida Roosevelt, y con esos sabores de media tarde creció mi madre en los años setenta.
Era un espacio sin pretensiones, con apenas ocho o diez mesas; informal y cercano, pero con sus meseros vestidos de chaqueta blanca y pajarita negra. Con el tiempo, el gusto de mi madre por el menúse fue ampliando: prefería el club house y las fritas, que era como llamaban a las hamburguesas. Y claro, también estaba el Cubano, ese pan francés con pernil y pepinillos dulces que caló en el gusto de los caraqueños y se instaló en la memoria de quienes visitaban el lugar.
Pasaron 22 años desde aquellos días que mi madre salía del colegio hasta que me llevó por primera vez a El Cubanito de sus recuerdos. Conocí a José, a Luis, a Felipe, meseros que estaban allí desde su adolescencia. Entonces, adquirí mis propios gustos: la naranjada, el batido espeso de fresas o la merengada de ajonjolí que, de tan rara, era de las más pedidas.
Detrás de la barra, todo sucedía con rapidez. Desde las mesas decían la orden en voz alta y el encargado de los fogones iba dando indicaciones: ¡tres fritas, dos con huevo, un batido! Mientras, se escuchaba el sonido de las licuadoras, el de la carne cortándose sobre las planchas, un radio soltando canciones y las risas de los comensales.
Con esa dinámica, El Cubanito resolvía almuerzos, antojos de tarde, cenas copiosas.
Con los años, ampliaron el local, el menú dejó de ofrecer algunas cosas y cambiaron el anuncio que tuvieron por casi cuatro décadas. Ese letrero que le dio a El Cubanito un aire más moderno sigue allí, aunque la santamaría esté cerrada. Que no lo hayan quitado es lo único que le hace preguntarse a quienes vivieron los buenos tiempos entre esas mesas si reabrirá en algún momento, como si siguiera detenido en el tiempo.
Redacción: Adriana Herrera